Hoy, casi veinte años después, la pareja ya no es la misma. Si bien seguimos siempre juntos, París juega desde hace tiempo su partida de drugstores y de torres, trueca el oxígeno y la calma por automóviles; yo envejezco a su lado, olvido lugares privilegiados e itinerarios rituales. Paradoja irrisoria: cuanto más pertenecemos a una ciudad, menos la vivimos.
Pero en la noche, callejeando por Marais solitario o fumando sentado en un banco del canal Saint-Martin, vuelve la imagen desnuda y temblorosa de un primer encuentro, y sé que nos amamos siempre y que seguimos acudiendo a la cita. Nada habrá cambiado mientras la ciudad y su amante continúen negando la superficie espumosa del tiempo para buscarse en aguas profundas. Así, cosas vividas en los años cincuenta y que llenaron páginas de Rayuela, permanecen actuales y presentes, y puedo citarlas sin ningún sentimiento póstumo, sin la melancolía del que evoca solamente el pasado. Ya no es, en ningún plano, la misma pareja; aquel París, aquel yo, no están ya, ni está la Maga que era como su síntesis. Y sin embargo el mismo estremecimiento de maravilla suele esperarme por la noche en las esquinas de ciertas calles, en los barrios del Norte, en el olor de los viejos portales y en el lento deslizarse de las pinazas bajo el Pont-Neuf.¿Por qué, entonces, escribir de nuevo si todo fue dicho en una primera esperanza de belleza, de verdad? Fragmentos de Rayuela, guijarros de una playa de vida conservan esa visión que sigue siendo la mía.
[París, último primer encuentro – Julio Cortázar, en Papeles Inesperados]
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