Para Unica, la alucinación es belleza. El dolor está en la respuesta del mundo, incapaz de amoldarse a esa experiencia. Bajar al mundo después del delirio constituye el más absoluto desengaño. Y, con el tiempo, este desengaño comenzará a ser más y más pesado, hasta ocupar un lugar demasiado grande.
A través del choque con este hecho se desata para Unica el proceso de desencantamiento: se da cuenta de la indisociabilidad entre la respuesta del mundo y su enorme, sobredimensionada, espera: “¿Qué ha esperado ella toda su vida con tanto afán?¿Qué ha esperado?”. Escribe: “La libération de l’esperance est la libération totale”. Y llega la apatía, el infierno de la ausencia de deseos. El horror y la compasión, la tristeza al ver a las demás mujeres, cada una de ellas encerrada en sí misma.
“Su plexo solar empezó a caldearse y a lucir cuando ella conoció determinada música, literatura, personas, objetos de arte, todo aquello que es necesario para construirse el reino interior a lo largo de su vida”.
Unica Zürn no pide palabras. Pide el dibujo infinito, la trama que nunca termina. Lo dice en El hombre jazmín: “yo deseaba seguir dibujando más allá de los límites del papel, hasta el infinito…” No hay saciedad para un deseo tan grande. No queda espacio, ni aire respirable.
Ese deseo expresa, en parte, la seducción de la locura. Es el mismo deseo que describe Robert Walser cuando habla de Hölderlin en uno de los textos que componen el libro Vida de poeta: la tentación de la libertad total, de radical soledad que se convierte en amenaza cuando escapa a la voluntad del individuo, la sobrepasa. Y encuentra siempre el obstáculo del desequilibrio, la separación que la vida impone y la mirada de los otros condensa.
Las palabras son un nudo precario. Antonin Artaud, otro artista que sufrió el azote del encierro psiquiátrico, sostuvo que “no ha quedado demostrado, ni mucho menos, que el lenguaje de las palabras sea el mejor posible”. Unica percibe que solo en su reverso late algo remotamente parecido a una verdad: la sugerencia. Lo que de hecho las palabras no dicen, a lo que apenas apuntan o tal vez vaticinan. Eso es el anagrama, la construcción que se halla oculta detrás de una frase, de un verso cualquiera. La concesión de la forma, que es la capacidad humana para destruirla y reordenarla.
De ahí brota El hombre jazmín, esa peculiar inmersión textual en el delirio, en la fuente oscura y luminosa de una mente extraordinaria.
Como el escorpión que se hiere a sí mismo, como la inversión y equivalencia de la figura del 6 y el 9 en la que tanto insiste Unica (el 6 es el número de la muerte, el 9 el de la vida), asistimos en el El hombre jazmín al despliegue de una subjetividad que se busca en la curva, en el borde, en el mayor peligro. Circularidad, yuxtaposición y presagio son los índices que, en el relato, actúan como marcas de la nula linealidad del pensamiento, de la nula linealidad de la propia existencia. El hombre jazmín no es solo texto, es un lugar donde todo es retorno, donde el yo de Unica Zürn se desliza para encontrarse en el propio (espinoso) camino de la escritura, y que se cierra con una última pregunta, seguramente sin respuesta: “¿es esto una salvación?”.
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El encantamiento
La señorita Milli se sorprendió al encontrarse echada en el sofá sin el vestido. Al ir a extender la mano hacia la prenda, se asustó: no tenía brazos.
Cuando la señorita Milli se miró los hombros y vio luego las negras siluetas de los maniquíes, sintió un hondo desconsuelo: estaba como ellos.
Lentamente, a medida que crecía la luz, iban perfilándose las siluetas de los maniquíes. Pecho abombado, espalda erguida, caderas firmes y bien torneadas descansando sobre el pie.
-Ya se ha dado cuenta –susurró el maniquí más grande, al que se probaban los fracs y las americanas.
-Mira, está asustada –dijo otro.
-No te desesperes –la animó un tercero.
-No te aflijas. ¡Nosotros estamos contigo!
La señorita Milli escuchaba las voces tenues y amigas que sonaban en el taller y que salían de los maniquíes.
Tenía frío. Le temblaban los hombros. Se quedó echada en el sofá, muy quieta, mirándose.
-Lo sentimos mucho –dijo el maniquí más grande-. Menos mal que le ha dejado cabeza.
La señorita Milli callaba; todo le parecía borroso, confuso.
-Ahora que usted se parece a nosotros –empezó el maniquí grande, con voz aún más dulce y compasiva-, a pesar de que aún conserva la cabeza, ¿permite que le expliquemos lo ocurrido?
La voz esperaba.
Entonces, en el interior de un maniquí empezó a sonar el leve tarareo de una tierna alborada. El cantor se balanceaba suavemente, y la dulce y lenta melodía sonaba como un suspiro. ¿Así que todos aquellos maniquíes, inmóviles y oscuros, que la señorita Milli conocía desde hacía años, tenían vida? ¿Estaban vivos, y ella no lo había notado hasta ahora, cuando compartía su suerte? La señorita Milli se levantó, fue a la ventana y miró afuera. Sin volverse, preguntó:
-¿Ha sido el oficial?
-Ah, ya se acuerda –dijo el maniquí más grande-. Sí; ha sido él, el canalla más bestial que hemos visto en nuestra vida, ese gordo pelirrojo.
-¿Qué me ha hecho? –a la señorita Milli le temblaba un poco la voz.
-Ayer el maestro sastre le dijo que se quedara a trabajar hasta más tarde –le recordaron los maniquíes.
Ella asintió.
-Sí. Tenía que coser la cola del vestido azul de madame Soré.
-Ya se habían ido todos –prosiguió el maniquí más grande-. Usted estaba sola, cosiendo. Cantaba una canción para distraerse. Entonces el oficial volvió.
-Fue uno de los más viles atropellos que hemos presenciado –terció en la conversación otro maniquí-. Se le acercó por detrás, la agarró por los brazos, la lanzó en ese sofá y...
-¿Y...? –preguntó la señorita Milli.
-¡Usted se defendió! Lo arañó bien. Y me parece que hasta le mordió en una oreja. Usted peleó, señorita Milli, peleó como una heroína, pero...
-¿Pero? –jadeó la señorita Milli.
-Él es muy fuerte, ¿comprende?, no había esperanza, nosotros nos volvimos hacia la pared, temblando de vergüenza, por no poder hacer nada.
-Pero mis brazos... –sollozó la señorita Milli con súbita desesperación-. ¿Qué ha sido de mis brazos?
-Él no consiguió nada, señorita Milli –dijo el maniquí grande con suavidad-. Usted conservó la cabeza, él luchaba y al fin dijo...
-¿Qué dijo? ¿Qué dijo, por Dios?
-Dijo –prosiguió el maniquí con voz dolorida-, dijo: << ¡Pues serás como uno de éstos! >>. Y nos señalaba a nosotros. << ¡Sin brazos, sin piernas y sin... cara! >>
La señorita Milli se volvió lentamente.
-Sin... cara –susurró.
El maniquí grande, turbado, frotó el suelo con su pata de madera.
-Sí –murmuró-. Él...
-¿Qué? ¡Habla, por lo que más quieras!
Del cuerpo de los maniquíes salía un llanto suave que partía el corazón.
-Nos da usted mucha pena –decían entre suspiros.
-Le ha borrado la cara –murmuró el maniquí masculino-. Ya no tiene cara.
Lentamente, la señorita Milli se apartó de la ventana y fue hacia los maniquíes. La piel sonrosada de la mujer hacía un bello contraste con aquellos cuerpos negros. Al fin dijo:
-¿Entonces soy una de vosotros?
-Es un gran honor –dijo el maniquí masculino y, con movimientos rígidos, trató de hacer una reverencia.
-Siempre será la más hermosa. Aún tiene su pelo, su pelo suave de mujer. Y el contorno de su cara es bello y armonioso. Ah señorita Milli, es usted el maniquí más bonito que hemos visto en nuestra vida.
Las mejillas de la señorita Milli se ahuecaron en una sonrisa.
-Me quedaré entre vosotros.-¡Oh, qué alegría, señorita Milli! –exclamaron los maniquíes-. Haremos todo lo que podamos para que sea feliz. (1)
(1) "El encantamiento", del libro "El trapecio del destino y otros cuentos". Editorial Siruela. Traducción: Ana María de la Fuente.
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